Ella lo sabía desde hace tiempo. Las hojas de los árboles
caían en pleno verano, y bailaban con el viento hasta caer al piso. El sol no
llegaba a darle calor a su rostro que estaba cada vez más blanco y reseco.
El reloj se
derretía lentamente, haciendo de su tiempo cenizas. Lo sabía, la intuición no
le fallaba. Y cuando uno lo sabe, ya no hay nada más que hacer. Todo se vuelve
efímero, arde en llamas para convertirse en materia gris sin vida.
Inmóvil
vislumbrando la personificación de sus propios miedos, se acostó en el piso
contrayéndose lentamente. La luna, que intentaba auxiliarla escabulléndose por
la ventana, alcanzó a darle tan solo un rayito de luz, pero no pudo con tanta
oscuridad.
¿Cuánto más iba a
aguantar en ese clima hostil, que sólo la acostumbraba a torturarse de a poco?
De repente, el
viento se convirtió en temporal. Las hojas volaban sin poder llegar a
recostarse en el césped y el sonido de la brisa chocando con los ventanales
interrumpía la calma.
Lo sabía, y ya no
había manera de mantener la quietud de la ignorancia.
¿Cuánto más? ¿A qué
costo?
Observaba como, de
lejos, se derrumbaban los cimientos.
Las ventanas
comenzaban a rajarse, el piso a temblar. Ella ya no podía hacer más nada.
Todo es tan
efímero...
La temperatura era
cada vez más baja, el hielo subía por las paredes. Cada una de las plantas se
volvían negras en el instante en que el frío las tocaba.
El sexto sentido que
presagia la tragedia, las manos que se aferran a una soga que no está atada a
nada, dejándote caer al precipicio. El viento se convirtió en un inminente
tornado, que rabioso comenzó a arrasar con lo sólido, con cada construcción que
a simple vista se notaba resistente.
La tierra que ya no
era tierra sino polvo volátil, la terminó encegueciendo.
Los vidrios de las
ventanas explotaron generando un gran estruendo. Todo fue caos.
Ella lo sabía, y no
hizo nada.
¿Realmente podría
haber hecho algo?
El tornado que con
gran presencia irrumpió en la casa, hizo de ella un recuerdo. Ya nada de lo que
había dentro, existía.
Ni el amor, ni la
vida. Sólo el haber sido alguien alguna vez, alguien que presintió la tragedia
y decidió esperarla, habitarla y padecerla.
La tierra, el polvo,
las cenizas, el hielo y las paredes se volvieron uno. El tornado se contorneaba
sobre todo eso que fue, resurgiendo de lo profundo, lo oscuro y lo siniestro.
No había
escapatoria, ni una manera de haberlo previsto. Las tragedias, a veces, son
necesarias.
Unas nubes negras que
chocaban entre ellas, taparon el cielo azul. La luna que había sido testigo del
inicio y del fin, estaba secuestrada entre ellas. Los cuervos se posaron en los
restos de los ladrillos, expectantes.
No había nada para
salvar, incluso antes de que el caos se hiciese presente. Sus manos intentaban
aferrarse, pero nadie se arriesgaba a salvarla.
El intento repetitivo
es agonía, es desgarrarse por completo.
Sentía como su cuerpo
se volvía pesado y frágil, y sus lágrimas fueron rápidamente absorbidas por las
nubes para devolverlas en forma de lluvia torrencial.
Fluyendo en pos del
ritmo del tornado, giraban con ella un par de promesas y palabras, que alguna
vez fueron emociones a toda velocidad dejando de ser su propiedad y pasando a
ser del viento.
-Resistirse es
apagarse lentamente- Se dijo a si misma.
El alma no está
preparada para algunas cosas, no es todo terreno.
Dejándose llevar por
las consecuencias de haberse creído invencible, se entregó al vaivén del
tornado porque no hay otra manera de salir del dolor, que transitarlo.
La naturaleza no hace distinciones; sigue sus propios planes y de vez en cuando nos da una lección.
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