Cuando fuimos con mi actual marido a ver la casa
que hoy en día es nuestro hogar, los dueños de ese entonces nos recomendaron no
comprarla.
Muchas explicaciones no nos dieron más que solo
comentarnos que la calefacción había dejado de funcionar. Nos confesaron que
decenas de técnicos habían solucionado la falla, pero que, tiempo después, reflotaban
los desperfectos.
La mujer, mientras que nos detallaba cada
problemática de las estufas, lo expresaba con un tono completamente
desesperanzado, como sin vida.
El hombre, cegado por su ego, nos decía que el
mismo había querido repararlo, pero que había terminado por colmar su
paciencia y que su objetivo era
deshacerse de la casa lo antes posible.
Las habitaciones estaban tan frías que recuerdo
haberme agradecido internamente por siempre abrigarme de más. Cada rincón se
notaba abandonado.
Los floreros, que después de hablar bastante
tiempo con la pareja, descubrimos que eran
la decoración de la fiesta de bodas, estaban llenos de polvo y
telarañas. Francamente, no me animé a preguntar el porqué de tanta dejadez.
No obstante, la mujer, María, se disculpaba a
cada paso que daba por el terrible desorden. Yo, una histérica del orden y la
limpieza, calmé mis impulsos para no ofrecerme a ordenar.
Luego de horas de charla y un café de por medio,
María y Héctor, el marido, nos contaron que cuando ellos se habían mudado, la
calefacción funcionaba perfectamente. Que el matrimonio que en ese entonces
vivía allí, cuando ellos estaban interesados en comprarla, con el proyecto de
formar una familia, se encargaba rigurosamente del mantenimiento de cada uno de
los artefactos.
A medida que lo contaban, yo podía observar como
a María se le llenaban los ojos de lágrimas simulando una alergia al polvo que
nos rodeaba.
-Ellos si se querían mucho- Dijo en un momento
que la conciencia la venció para confesar una angustia de años.
Desde ese instante, me fui con María al comedor de
la sala con el pretexto de que me comentara de que tela eran las cortinas, para
preguntarle, muy de caradura, que era lo que realmente sucedía.
Sin muchas vueltas, me expresaba con la voz
entrecortada que hacía muchísimo tiempo se moría de frio en su propia casa. Que
ya estaba harta de buscar la solución del problema de la calefacción, pero
siempre volvían los conflictos.
Que cuando mencionaba este asunto, su marido se
volvía loco, y le cuestionaba toda palabra que saliera de su boca.
-El frio no es para tanto- Le decía cuando se
atrevía a sacar el tema.
Pero su marido nunca estaba en la casa. Los
primeros años de matrimonio, compartían de cada rincón juntos, rememorando
tiempos pasados, pero poco a poco, Héctor dejó de mantener la calefacción pese
a notar la baja temperatura que se percibía en la casa, y se iba a pasar tiempo
afuera.
María al notar la actitud desinteresada de su
marido hacia su hogar, o mejor dicho, al matrimonio, dejó de limpiar, esperando
el día en que Héctor note tanta dejadez que pretenda hacer algo al respecto.
Hasta hoy, nunca pasó.
Comenzó a llegar muy tarde por las noches, se
acostaba en el sillón dibujando la silueta con la suciedad, para finalmente
quedarse dormido hasta el día siguiente.
Habían pasado veinte años y un par de días de que
el marido se había dado por vencido y la mujer medio que también.
La casa era el total reflejo de su matrimonio.
Completamente abandonado y frío.
Recuerdo, que al llegar a la casa de mis padres,
comencé a llorar por ella y me prometí a mí misma jamás dejar que la casa
vuelva a estar fría.
Aceptamos la oferta de los viejos y la compramos.
Tal y como prometí, arreglamos la calefacción y
limpié cada sector. La casa había vuelto a cobrar vida.
Con María seguí en contacto en secreto, por unos
años más y ella misma me confesó que desde el día en que firmamos la escritura,
ella se había separado de aquel hombre.
Los primeros años de nuestra vida de casados
fueron hermosos. Nos levantábamos temprano a preparar el café, comíamos las dos
tostadas de siempre y nos íbamos al trabajo.
Luego de
la jornada laboral, llegábamos a casa a eso de las siete de la tarde, nos
bañábamos y nos comentábamos como había sido nuestro día.
Siempre estuvo el proyecto de formar una familia,
pero fueron años de mucho trabajo y lo fuimos postergando.
Si la memoria no me falla, fue en mi cumpleaños
numero treinta y cinco, en donde la calefacción de golpe porrazo, dejó de
funcionar.
Ya veníamos de ciertos desperfectos técnicos y
varios conflictos por este asunto. Pero mi marido, comenzó a llegar tarde a
casa los días laborales y me prometía solucionarlo el fin de semana.
Pero los fin de semana nunca podía, al desayunar
se disculpaba diciendo lo muy ocupado que estaba, y lo que lamentaba no poder
ayudarme.
De a poco, noté como me había dejado de vencer el
toc con la limpieza, cuando se acumulaban pelos del perro en el piso del
living, o en los lapsos en los que la ropa sucia se comenzaba a acumular.
Sinceramente, tardé en darme cuenta al dejarme
llevar por el enojo de la actitud de mi marido. Dejé de lavar los platos de la
cocina, y de ordenar la habitación.
Usé durante meses el mismo par de medias, y me
reporté enferma en el trabajo hasta que no tuve más excusas y me despidieron.
Él, comenzó a llegar muy tarde por las noches y
empezó a dormir en el sillón hasta el otro día.
La foto de nuestro casamiento se llenó de telarañas.
En el momento en que pasé y lo noté, acepto no haber hecho nada.
Las dejé. Así él se daba cuenta y planeábamos un
fin de semana de pura limpieza, arreglos y por ende, momentos juntos.
Una mañana de viernes, me encontré tomando el
café sola, cubierta de cinco mantas que habíamos comprado ni bien mudados para
cuando redecoráramos nuestro cuarto. Jamás sucedió.
Ya la heladera estaba cubierta de moho y las
paredes saltadas de pintura.
Varias veces temí morirme por las noches del
frio. Dormía sola en la cama, mi marido en el sillón y la calefacción brillaba
por su ausencia.
Cuando me di cuenta de lo que realmente sucedía,
llame a María. Había fallecido en el hospital Posadas justo el día de mi
cumpleaños número treinta y cinco.
En ese instante, me disculpé por haberme enojado
al no recibir una llamada de ella.
Con la voz de la conciencia que me atormentaba
por las noches, y la desesperación a flor de piel, a no conseguir llegar a una
temperatura corporal normal, le dije a mi marido que quería vender la casa.
Aún hoy, nadie la compra.
Montones de parejas jóvenes, vienen a verla con
la misma cara que yo tenía en ese entonces, espantada por tanto abandono y sin
ánimo de preguntar lo que realmente pasaba.
Mi marido, recomendaba no comprarla y se jactaba del
mismo haber intentado cientos de veces arreglarla. Pero era mentira.
Yo, hablaba totalmente desesperanzada y apagada
con una angustia que me rebalsaba a tal punto, que a veces unas cuantas
lágrimas caían por mis mejillas, para hallarme, años después de comprarla
diciendo:
-La pareja que vivía hace años atrás. Ellos sí se
querían.-
JAZMÍN ORTEGA EDELWEIS.
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